miércoles, 23 de octubre de 2013

La escalva de vesta. Sherri Smith

La muerte de otro hace que uno siempre se sienta más vivo, más dispuesto a permitirse excesos físicos.

El peligro me persigue, mordisqueándome.

Esta vez se acuerda de susurrar, pero lo hace tan calladamente que no estoy segura de que esté rezando hasta que penetra en el templo el esmerado rasgueo de una lira, que pone punto final a la oración.

La historia no tiene por qué ser cierta, sólo intercambiable.

Él una vez me dijo que sólo el engreimiento humano nos lleva a creer en la eternidad, en la existencia de un infierno; que la muerte es la muerte y la muerte pone punto final. Quizás está equivocado, quizá la otra vida existe en el vientre de los insectos, o en las hojas de los árboles, o en un grano de arena, y pese a desmenuzarse, pese a descomponerse en los fragmentos más diminutos y reagruparse formando otra cosa, algo nuevo, aún me resultará familiar en su conjunto. Lo mismo pero diferente.

En general, los hombres tienden a creer aquello que les conviene (César)

Aunque el amor de la madre por su hijo nunca está garantizado, el del hijo por la madre es seguro. Al menos al principio.

Tenía cierto aliciente pensar que un día  tal vez una estatua reflejaría mi imagen, tanto si se me parecía de veras como si no; al menos mi nombre estaría en la base, bajo mis pies. Mi único heredero, la única marca indeleble que podía dejar en el mundo como una pintada.

También yo debía parecer indestinguible.

Parecen que las batallas pueden ser libradas y pasar inadvertidas.

La verdad es un convenio: juntas podemos convencernos a nosotras mismas de cualquier cosa.

La soledad es una mujer de mediana edad que sólo siente miedo al mirar hacia adelante y remordimientos al mirar atrás, y que además no tiene a nadie a quien contárselo.

Hay algo que detesto en todas las personas a las que quiero; su resistencia a quererme a su vez.

Tengo mucho que aprender, mucho que deshacer.



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